José Bercetche
Desde los estudios de María Montessori a principios del siglo pasado, la maduración de los niños y las niñas se ha investigado desde varios puntos de vista. Educar y cuidar hacia la igualdad traza la secuencia de aprendizajes, durante más o menos los primeros diez años de infancia, de lo que llamamos valores. Es decir: ¿Cómo aprenden valores los pequeños?
Lo primero que les preocupa a los bebés después de nacer es su inseguridad. Para ayudarles a encontrar el equilibrio ante su vulnerabilidad, la naturaleza ha desarrollado el mecanismo del apego. Mediante el apego los bebés inician su sentido de pertenencia, en primer lugar, a su familia. Y aunque la espiral de su pertenencia seguirá evolucionando toda la vida, los cimientos sobre los que se construye todo lo que sigue se echan durante los primeros tres años.
Luego, con el movimiento, empiezan a explorar su entorno y a desplegar su autonomía, es decir su capacidad para hacer por sí mismos. Otra vez, su autonomía seguirá madurando toda la vida, pero la matriz de esa evolución se fragua durante los primeros años. Claro que a mayor exploración, mayores miedos. El acompañamiento de los cuidadores para ayudarles en la administración de sus miedos será clave a lo largo de la infancia para el sano fortalecimiento del coraje.
De la mano de la exploración llegan los límites. Y con los límites que ponemos los adultos, los niños asimilan múltiples aprendizajes: Por de pronto, empiezan a armar su noción de lo que llamamos autoridad, aunque tal vez lo que aprendan sea más parecido al autoritarismo.
Según el modo en el que se expresen esos límites aprenderán las bases del respeto necesario para vivir en sociedad. Porque cómo marcamos los límites a una persona más vulnerable define nuestra madurez social.
Y en ese territorio entre lo que quieren, porque creen que pueden, pero no les dejan, los niños iniciarán su comprensión de lo que significa la libertad. Es decir, empezarán a darse cuenta de que su libertad depende de otros y no significa hacer lo que les da la gana.
Alrededor del momento de su ingreso en la escuela primaria, algunos antes, otros más tarde, los niños desarrollan una extraordinaria facultad intelectual: la reciprocidad. Tras años de egocentrismo al servicio de construir una identidad propia, los niños pueden por primera vez ponerse en el lugar de otra persona.
El clásico ejemplo para saber si una niña ha desarrollado la reciprocidad es: Si tú eres una niña que tiene un vecino en el portal de enfrente que se llama Carlos, y Carlos tiene una vecina en el portal de enfrente. ¿Cómo se llama la vecina de Carlos?
La reciprocidad abre la puerta a capacidades insospechadas. La más valiosa, tal vez, sea la empatía. Primero la empatía intelectual y luego la empatía emocional les permiten a los niños, por primera vez, ver el mundo desde otro punto de vista.
Esto les posibilita percibir las discriminaciones y los dobles raseros, lo que abre la puerta a considerar el concepto de justicia. A la vez, la empatía permite sentir las alegrías y dolores de otras personas y hasta comprender el daño que causan los privilegios. Con sus primeras experiencias de empatía los niños se pueden asomar al valor de la igualdad.
Siguiendo con este espiral de evolución, la empatía propicia la compasión y, en general, la conciencia. Conciencia de uno mismo, conciencia de los demás, incluyendo los más desfavorecidos, y conciencia del maravilloso y tremendamente frágil planeta que dejaremos a nuestros descendientes.
Por supuesto, el aprendizaje y desarrollo de estos valores no está limitado a la infancia y continúa hasta la vejez. Su evolución no es lineal, ni predecible. No podemos decir, luego de un episodio aislado, mi hija ya es empática. Hay desvíos, retrocesos, atascos y desconciertos. Y a todos nos quedan asignaturas pendientes.
Educar y cuidar hacia la igualdad desglosa este proceso de una educación en valores durante los primeros años de infancia y revela un proceso incierto, pero apasionante. Y en cada capítulo se destaca la importancia de que tanto los hombres como las mujeres seamos protagonistas de este proceso de enseñanzas recíprocas. Porque el histórico papel secundario de los hombres en las tareas de cuidado tiene consecuencias muy negativas para todos.
El libro no propone un ideal utópico. Pero sí propone una revalorización del cuidado igualitario durante los primeros años de infancia, porque allí está la base de todo lo que vendrá después. Allí sucede todo.