igualdad educar y cuidar

Por José Bercetche

Hace poco tuve una acalorada conversación con unas amigas acerca del papel de los hombres en la lucha por la igualdad de derechos de varones y mujeres. En ese grupo no había negacionistas que pensaran que vivimos en una sociedad igualitaria y todos estábamos de acuerdo en que para alcanzar la igualdad queda mucho camino por recorrer, particularmente en el tema que más me interesa: lo que respecta al cuidado de la casa y a la crianza y educación de niños y niñas. Pero cuando yo dije que quería contribuir a esa lucha, en igualdad de condiciones entre hombres y mujeres, nuestras coincidencias se acabaron.

Una de mis amigas, profesora de filosofía y ferviente feminista, frunció el ceño, reconoció que mis intenciones eran nobles, pero me refutó con el siguiente argumento: Quienes han sufrido las injusticias desde tiempo inmemorial son las mujeres. Quienes soportan los abusos y los prejuicios hoy en todo el mundo son las mujeres. Entonces, ¿por qué no dejar que sean ellas, las principales interesadas, quienes lideren esa lucha? Desde su punto de vista, la batalla por la igualdad de derechos solo puede ser encabezada por las mujeres, porque mal puede un hombre pelear contra las discriminaciones que no ha sufrido en sus propias carnes.

Este es el punto en el que muchos de los debates entre hombres y mujeres se enquistan o se polarizan. Mientras hay hombres que aceptan sin dificultad que sean ellas quienes lleven el mando en temas de igualdad, otros, yo entre ellos, inicialmente reaccionamos defensivamente: ¿Por qué no podemos estar en el mismo plano de acción que las mujeres? Nos resistimos porque si no se nos permite actuar en una posición de liderazgo, aunque sea compartido, nos sentimos excluidos o discriminados.

Si indago en esta sensación de ser dejado de lado, encuentro pistas de mi orgullo masculino herido. Una voz atávica, alojada en quién sabe qué recóndito pliegue de mi cultura inconsciente, me dice que ser marginado vulnera mis derechos fundamentales. Me siento despreciado, pienso que me consideran ciudadano de segunda o que me tratan como a un niño pequeño. Y a un nivel instintivo me resulta contra natura: milenios de historia me avalan.

Si voy más allá de mi orgullo herido, cuando tomo conciencia de la incómoda sensación de ser excluido de aquello que considero mi derecho, puedo empezar a empatizar, no solo con la infinidad de mujeres que viven y han vivido esa exclusión a lo largo de la historia, sino con todas las minorías que sufren la opresión, la discriminación, la injusticia y la restricción de derechos sociales en el planeta entero.

Y entonces comprendí: cualquiera puede sentir empatía, y eso está muy bien. Todos podemos colaborar en una determinada causa, y eso está fenomenal. Pero liderar la lucha de un determinado colectivo no es para cualquiera. Por ejemplo: ¿Puedo yo, un hombre heterosexual que no ha sido estigmatizado históricamente, pretender encabezar la defensa de los derechos de la comunidad LGTB o Trans? ¿O puedo yo, un occidental de piel pálida que nunca ha sido discriminado por su etnia, aspirar al liderazgo del movimiento Black Lives Matter? Claramente no.

Nosotros, los hombres, tenemos nuestros propios asuntos pendientes. La masculinidad en la que hemos crecido no nos favorece y nos crea muchísimos problemas con las mujeres, con los niños, con la sociedad y hasta con nosotros mismos. La reforma de esta construcción cultural obsoleta es muy amplia, pero solo con educar a las nuevas generaciones según nuevos modelos de lo que significa ser hombre, más diversos e igualitarios, tenemos trabajo para varias generaciones. Y para ello, como dice Michael Kimmel en su charla de TED, «visibilizar el género a los hombres es el primer paso para que participen de la igualdad de derechos».

Yo puedo apoyar, difundir, defender o colaborar con las iniciativas de quienes dirigen el movimiento que reivindica esa igualdad de derechos, pero sin caer en la tentación de querer imponer mi visión del problema. Yo puedo aportar mis ideas acerca de la colaboración en el cuidado y educación de los niños, por ejemplo con mi libro Educar y cuidar hacia la igualdad  (de próximo lanzamiento), pero sin pretender dictar la agenda de las mujeres. Justamente porque estoy acostumbrado a que se me escuche, debo hacer el esfuerzo de escuchar. Ya que, como dice Kimmel, “el privilegio es invisible para aquellos que lo tienen”. O sea que sí: aunque me cueste aceptarlo (el privilegio es un hueso duro de roer), mi amiga tiene razón y mi lugar en esta lucha es subalterno.

 

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