Echarnos en el suelo con nuestra hija y acariciarle la tripa mientras la miramos y le sonreímos es un poderoso compendio de regalos para ella. La cercanía de su cuidador/a principal, con su temperatura, su olor, su voz, su mirada, su sonrisa y su cuerpo cerca de ella, la tranquiliza y le permite disfrutar de ese momento sin ansiedad. La niña, sin palabras aún, asimila las nociones de que está a salvo, de que es querida, de que sus cuidadores (que son los representantes del mundo exterior) son de fiar y de que ella puede sencillamente gozar de estar allí. Desde estos momentos, repetidos día a día y aparentemente insignificantes, la niña construye lentamente su sensación física de confianza en el mundo y su cada vez menos rudimentaria idea de la seguridad.

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